lunes, 18 de febrero de 2008

La presencia de los africanos en Argentina

Pese a que los dos países que figuran como máximos exponentes en lo que se refiere al culto a los orichas son Brasil y Cuba, estas creencias no son privativas de ambas naciones. Las raíces africanas están esparcidas por todo el continente americano. “Donde hubo un negro hubo un hechicero”.

Una consideración especial merece la participación del negro en Argentina, cuya imagen hoy relegamos a los típicos personajes de nuestras fiestas patrias –generalmente Tomasa y Simón- que son retratados por nuestros niños que, con el rostro pintado con carbonilla pregonan las conocidas coplas: “mazamorra caliente... para las negras sin dientes” pero que durante la sociedad rosista –aún siendo esclavos- muchos participaban activamente incluso de la vida política y militar del naciente país.

El Dr. Sandro Olaza Pallero, historiador jurídico y docente de la cátedra Historia del Derecho Argentino de la Universidad de Buenos Aires, nos relata que la sociedad creada por Rosas era ante todo, democrática. En ella, Macedonio Barbarin, un negro nacido en África, primeramente fue sargento mayor del ejército del Restaurador de las Leyes. Y por sus propios méritos se convirtió en coronel.

En su libro “Juan Manuel de Rosas. El maldito de nuestra historia oficial”, Pacho O’Donnell dice que “nunca se demostró que Rosas tuviese esclavos africanos en sus haciendas, como divulgarán sus detractores que entonces y ahora se esfuerzan por caracterizarlo como un depravado sangriento sin tener en cuenta los condicionantes personales, políticos y socioeconómicos de su gobierno.

Rosas respetaba a los negros, y una mujer de esa etnia, Gregoria, fue distinguida como madrina de uno de sus hijos, fallecido al poco tiempo de nacer”.

Pero más allá de si Rosas trató bien o no a los negros, hoy en nuestro país esta etnia prácticamente ha desaparecido. La mayoría de los hombres de color que poblaban nuestro territorio emigraron al Uruguay de la mano del caudillo oriental Artigas. Pero los esclavos africanos tuvieron mucho que ver no sólo con la independencia argentina, sino también con el engrandecimiento de nuestra patria y el surgimiento de varias de nuestras costumbres, como veremos en el siguiente parágrafo.

Los primeros esclavos africanos llegaron a nuestro país traídos por los conquistadores españoles. Se sabe que arribaron después de la segunda fundación de Buenos Aires en 1580. Al principio llegaron solamente varones que, desoyendo las ordenanzas que les prohibían mantener contacto sexual con las aborígenes, se relacionaron con ellas dando lugar al nacimiento del zambo (la primera manifestación afroamerindia).

Pero más tarde, con el avance de la colonización, llegaron las mujeres negras para realizar los trabajos domésticos y artesanales. Hay quienes aseguran de el dulce de leche famoso de nuestro país fue inventado accidentalmente por una esclava negra, quien fue azotada por desperdiciar leche y azúcar en una cacerola puesta a hervir al fuego, pero que como olía muy bien fue probado por sus amos, quienes entonces la obligaron a reproducirlo diariamente como parte de sus manjares.

Las tareas de costura y lavandería, limpieza de objetos y joyas de metales preciosos eran confiados a las negras, así también el cuidado de los niños de las familias ricas. No podían por ley aprender a leer ni escribir, y si demostraban mayores virtudes que un blanco al realizar alguna tarea eran azotadas.

El trato inferior a que fueron sometidos los esclavos era evidente; caminaban varios pasos detrás de sus dueños, llevaban la sombrilla de sus amitas cuando éstas iban a oír misa, en la mayoría de los casos no podían mirarlas fijamente a los ojos y siempre mantenían la cabeza gacha cuando hablaban los blancos. Esto continuó durante mucho tiempo y se evidencia en las Máximas que el general San Martín luego le escribirá a su hija Mercedes: “Humanizar el carácter y hacerlo sensible aun con los insectos que no perjudican. Stern ha dicho a una mosca abriéndole la ventana para que saliese: ‘Anda, pobre animal, el mundo es demasiado grande para nosotros dos’... Estimular en Mercedes la caridad con los pobres... Dulzura con los criados, pobres y viejos... Inspirarle sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones”.

Si la leyenda de la obtención del dulce de leche es cierta, vaya que contribuyeron los esclavos con nuestras tradiciones alimenticias. Pero no fue la única ayuda que prestaron. Hay unos interesantes detalles sobre los procedimientos empleados en tiempos de la colonia, los que no deben diferir mucho de otros países.

El investigador mendocino Juan Draghi Lucero es autor de esta pintoresca descripción que relata cómo se preparaba el vino en ese entonces, y que aparece publicada en el libro “Los buenos vinos argentinos” de Enrique Queyrat, que ahora presentamos:

“(Para el lagar) ... se utilizó un cuero de buey que, convenientemente estirado, se sostenía por varias estacas clavadas en el suelo de tal forma que era posible pisar en él la uva... En el momento de entrar en funciones este lagar primitivo, se volcaban en él los racimos de los cestos que conducía la ‘mula cestonera’ y un indio o esclavo africano pisaba la uva, reventando los granos con los pies con lo que producía el mosto... El mosto, pasaba así a un noque (especie de balde) provisto de dos anillas, también de cuero, por las que pasaban dos varillones, los que tomaban dos esclavos para conducir este mosto a la bodega”.

Pero volvamos a los datos históricos, durante el siglo XVII, continuó el ingreso legal e ilegal de esclavos que eran enviados a Mendoza y Chile, Córdoba, Tucumán, Santa Fe y Bolivia. Muy pocos eran ubicados en Buenos Aires. Aunque el auge de la venida de estos nuevos pobladores se da recién en el siglo XVIII cuando España permite a la francesa Compañía de Guinea y a la inglesa South Sea Company radicarse en Buenos Aires.

En una nota titulada “Los santos inocentes” escrita por Gerardo Zappa en la revista dominical “Magazine Semanal” en Mayo del año 2000, la profesora de Historia Argentina de la Universidad de Luján aporta datos demográficos muy interesantes:

“Entre 1744 y 1822 –dice Marta Beatriz Goldberg- la población negra de la ciudad de Buenos Aires aumentó en valores absolutos y porcentuales; pasó de 16,9% en 1744 a 28,4% en 1778; pero en 1822 sólo representaban un 26%”.

Allí comenzó a decrecer la población negra en la capital del país de manera alarmante, hasta que a fines del siglo XIX su presencia terminó siendo insignificante frente a la inmigración blanca europea. Muchas fueron las razones para que esto sucediera. Por solo nombrar algunas, mencionaremos la prohibición de la trata de 1812; la altísima tasa de mortalidad general, particularmente la infantil debido a la desnutrición y el hacinamiento en lugares húmedos y fríos; las epidemias de tuberculosis, erisipela y fiebre amarilla; la utilización de varones de entre 13 y 60 años en los ejércitos libertadores, en los batallones y milicias que lucharon en las guerras civiles contra los indios apoyando al general Roca en el sur, contra el Brasil y en la famosa guerra de la Triple Alianza de 1865.

El desequilibrio de la población negra adulta de nuestra patria originó el mestizaje. Surge así la presencia del mulato, resultante de la unión entre un exponente de la raza negra y otro de la blanca. No obstante esto, la raza negra no desapareció por completo. Fusionada con la blanca y la aborigen, o en contadas excepciones mantenida pura con la visita de otras poblaciones fronterizas brasileñas, paraguayas, peruanas o uruguayas, los negros continúan estando presentes en nuestro país.

Jorge Emilio Gallardo, director de la revista “Idea viva” en un artículo titulado ‘Indígenas y afroargentinos en el sentir de Mitre’ resume:

“Experimentado en los vericuetos de nuestra psicología, Carl Gustav Jung reconoció en nuestro siglo que ‘La voluntad individual no determina la ascensión o la decadencia de las naciones; son ciertos factores impersonales, a saber el espíritu y la tierra natal, los que, con medios inescrutables y misteriosos, dan forma y moldean a los pueblos’. Me complace esta definición intuitiva dada por un estricto hombre de ciencia, y me agrada aplicar esos conceptos al caso de Mitre, aquel joven que en carta familiar expresó que sentía dentro de sí ‘el germen de alguna cosa’... Verdaderamente, eran medios inescrutables y misteriosos los que pujaban en aquel niño que entreveía en borrador la proyección de su figura inmensa. La voluntad individual –podríamos decir nosotros, parafraseando a Jung– no determina la ascensión o decadencia de los individuos. Y el destino se vale de algunos de estos elegidos para dar forma y moldear a los pueblos.

A la presencia del hombre de origen africano en nuestro territorio han sido dedicados estudios de carácter histórico y evocaciones de condición más o menos testimonial y/o científica. Hemos encontrado en Mitre frecuentes referencias a la situación protagónica del negro en nuestra historia, tanto con motivo de su llegada por el comercio de la trata esclavista como a las instancias políticas y económicas de ese género de transacciones, demostrativo del salvajismo blanco.

En particular, abundan las referencias a la decisión del Cabildo de Buenos Aires, presionado por los monopolistas, para que los cueros no pudiesen ser comercializados por los barcos negreros, pese a que a éstos se les habían garantizado ganancias con los frutos del país. Concretamente, los cueros fueron excluidos de la categoría de frutos del país, lo que el historiador comenta significativamente con un simple signo de admiración.

En Mitre subyace un sentido o criterio de deuda moral contraído con nuestros hombres y mujeres negros. Pese a sus formulaciones siempre moralizadoras y ajenas a las truculencias, no deja de registrar repetidamente las cruzadas referencias de los padres de la patria en el sentido de conceder la libertad de los esclavos a fin de enganchar los en el servicio activo de las armas, más precisamente en la infantería.

El hecho no difería demasiado del antecedente representado por la existencia colonial de unidades militares de pardos y morenos, y lo cierto es que, pese a la resistencia tenaz de los propietarios de esclavos (que consiguieron repetidamente diferir la incautación en Mendoza, donde San Martín la urgía), lo cierto es que los regimientos de negros y mulatos continuaron siendo empleados en favor de la causa de la Independencia. Con ellos el argentino tiene una deuda moral, la misma que Mitre materializó en la crónica de la muerte heroica del controvertido Falucho, figura que contribuyó a robustecer como un emblema de los de su raza.

Cuba y Brasil fueron los últimos países americanos en abolir la esclavitud. ¡Cuántos intereses económicos se habrán puesto en juego para impedirlo, para retacearlo, para postergar su cumplimiento! Entre nosotros, la Asamblea del año 13 había dictado la ley de libertad de vientres, y la Asamblea Constituyente de 1852 habría resuelto por unanimidad acordar la libertad de los esclavos.

En la Nación Argentina –decidieron los constituyentes– no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución, y una ley especial reglará las indemnizaciones a que dé lugar esta declaración. [...] Todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que los firmasen y el escribano o funcionario que lo autorice.

En junio de 1901, Mitre registró en el diario La Nación la muerte, a la edad de ciento once años, de Felipe Díaz, hombre de color que había sido soldado en las guerras de la Independencia.

Consecuente con aquella sensación de deuda histórica a que nos hemos referido, el historiador reprueba un párrafo que Belgrano dirigió al Consulado, donde advirtió que ‘los blancos prefieren la miseria y la holgazanería, antes de ir a trabajar al lado de negros y mulatos’. Mitre reprocha esas líneas así: ‘Lástima es que tan bellas páginas tengan un borrón que las afee, cuando al hablar de las razas, refiriéndose a los africanos y a sus descendientes mixtos, los presenta como perjudiciales al adelanto de la industria, insinuando la separación de su trabajo. [...] Se extraña en un hombre de su elevación moral no encontrar al lado de esas palabras el correctivo’.

El correctivo, siempre el correctivo, como cuando recomendaba a sus colaboradores de La Nación la máxima de ‘no injuriar’...

Otro gran americano, el cubano José Martí, escribió en el diario de Mitre varios artículos sobre el problema negro en los Estados Unidos y el Caribe. No es extraño, pues, que Mitre recibiera las siguientes distinciones de carácter claramente africanista: en 1856, vicepresidente honorario del Institut d´Afrique de París; en 1864, presidente honorario de la misma institución; en 1877, socio honorario de la Sociedad Coral y Musical La Africana; en 1878, miembro honorario de la sociedad Hijos de África, y en 1890, presidente honorario de la Sociedad Candombera Negros y Negras Bonitas.

En consonancia con este influjo, su diario defiende la causa de los negros, y ante amagos de discriminación racial en teatros de Buenos Aires elogia una decisión municipal relativa a igualdad de derechos de asistencia a salas teatrales. La Nación del 24 de enero de 1880 destaca que la resolución ‘no puede ser más satisfactoria para las personas á quienes no se dejaba entrar á los bailes de máscaras’. El concepto básico del diario es que en la Argentina no hay prerrogativas de sangre.

Concluyo tan breve evocación con estas líneas de Mitre:

‘Tres razas concurrieron desde entonces (se refiere al siglo XVI) al génesis físico y moral de la sociabilidad del Plata: la europea o caucasiana como parte activa, la indígena o americana como auxiliar y la etiópica como complemento. De su fusión resultó ese tipo original, en que la sangre europea ha prevalecido por su superioridad, regenerándose constantemente por la inmigración, y a cuyo lado ha crecido, mejorándose, esa otra raza mixta del negro y del blanco, que se ha asimilado las cualidades físicas y morales de la raza superior’.

El etnocentrismo patente en éstos últimos conceptos indican el pensamiento de toda una época. Mitre no hizo la apología del indígena, pero sí la del descendiente de africanos, al menos en términos de reconocimiento histórico. La antropología tenía aun mucho que andar para suprimir aquel género de juicios de valor absolutos en materia de culturas humanas”. (Extraído de Bibliopress, el boletín digital de la biblioteca del Congreso de la Nación Argentina, en su sección ‘Homenaje a la negritud’).